Ver más allá de mi ceguera

Nacida en Río de Janeiro, Brasil, en 1956, Maria Cristina Serravalle Gomes comienza cada día en sintonía con el ritmo de su ciudad. Es ciega desde los 15 años y ha superado muchos retos que, gracias a su práctica budista, afrontó con un espíritu vibrante y la determinación de transformar la adversidad en alegría.
Cada mañana, al abrir la ventana, siento el viento cálido en mi rostro. Afuera, los sonidos de las bocinas de los coches, los vendedores ambulantes y la música alta del barrio se funden en el aire. Río de Janeiro despierta desbordante de energía y llena de vida, especialmente a finales de febrero de cada año, cuando el carnaval se adueña de la ciudad.
No puedo ver, pero lo siento todo: los sonidos, el viento, la energía palpitante de esta ciudad.
En medio del ritmo intenso, comienzo mi día con una rutina constante. Voy a la cocina y me preparo el café, luego me peino, me pinto un poco los labios y me siento frente a mi altar budista. Respiro profundamente y empiezo a entonar Nam-myoho-renge-kyo.
No puedo ver, pero lo siento todo: los sonidos, el viento, la energía palpitante de esta ciudad.
Vivo al ritmo de Río: llena de energía, a pesar de los desafíos. Cada día celebro mis 68 años con música, amor y una inmensa alegría de vivir. A veces la gente me pregunta cómo he aprendido a mirar el mundo con una actitud tan positiva. Esta fuerza me viene de mi madre, quien me dio a conocer el budismo Nichiren.
La carta de mi madre
Mi madre me entregó una carta cuando cumplí 60 años, poco antes de fallecer, que hablaba del día en que nací. Me hizo comprender todo lo que había superado. Este es un fragmento de esa misiva:
«En 1956, en Río de Janeiro, nació una niña de ojos azules que pesaba tan solo 900 gramos. Los médicos dijeron que tal vez nunca caminaría, hablaría o vería. No acepté ese diagnóstico y decidí, basándome en mi intuición, adoptar un camino diferente. La lucha fue inmensa, ¡pero la victoria, extraordinaria! ¡Feliz cumpleaños, hija mía! ¡Enhorabuena! Tu madre, Maria Amélia».
Nací prematura con visión limitada. Tuve dificultades para tragar la comida y tardé en aprender a caminar. Ni siquiera sé cuándo empecé a hablar, pero desde ese momento ¡nunca he dejado de hacerlo! Mi madre me crió para ser una persona que jamás se dejaría vencer por la discapacidad.

Aunque veía muy poco, tenía la vista suficiente para montar en bicicleta, en patinete y en patines. Recuerdo cuánto me gustaba tocar las teclas del piano y montar en mi pequeña bicicleta. Quería ser como los demás, pero pronto me di cuenta de que eso no iba a suceder.
En la escuela, los niños se quedaban mirándome los ojos. Al principio, solo hablaban, pero pronto sus burlas se volvieron más maliciosas. El acoso escolar me afectó profundamente.
Sin embargo, nunca fui de las que agachan la cabeza.
Llegué incluso a meterme en tantas peleas en la escuela, hasta el punto de que mi madre fue llamada a la oficina del director. Ella estaba preocupada, pero siempre me respaldó.
Perder la vista, encontrar mi voz
Cuando tenía 15 años, mi vida dio un vuelco: me diagnosticaron glaucoma. Aunque me sometí a una operación, perdí la vista por completo.
Dejé de estudiar y me recluí en mi propio mundo. Cuando quise darme cuenta, habían pasado ocho años. Fue entonces cuando la música entró en mi vida.
Mi madre nunca se rindió conmigo. Me alentó a que tocara la guitarra o aprendiera algo nuevo. Antes, podía leer partituras y tocar el piano porque conservaba algo de visión. Pero fue la guitarra la que se convirtió en mi fiel compañera. Poco a poco, después de muchos alientos recibidos, mi tímida voz se hizo más fuerte.

En 1982, mi madre conoció la Soka Gakkai a través de una amiga. Comenzó a recitar Nam-myoho-renge-kyo y me llevaba con ella a las reuniones. Al principio, yo solo me sentaba a su lado mientras ella recitaba. Algunos miembros me visitaban en casa, pero había uno en particular que venía a hablar conmigo y me animaba con mucho cariño. Eso me hacía sentir bien.
En 1984, seguí los pasos de mi madre e ingresé en la Soka Gakkai.
Los retos del estudio
Poco a poco, me fui involucrando más en las actividades de la Soka Gakkai y empecé a leer los escritos del presidente Daisaku Ikeda. Sus palabras, que sostenían que cada persona tiene una misión única que solo ella puede cumplir, me conmovieron profundamente. Comprendí que yo también tenía una misión y decidí dar un paso valiente: retomar mis estudios, algo a lo que había renunciado.
Hice el examen de acceso a la universidad y fui admitida en la Facultad de Literatura de la Universidad Santa Úrsula. Pero entonces surgió el reto: ¿cómo estudiar si no podía ver?
Cada persona tiene una misión única que solo ella puede cumplir
En el caso de los libros que no estaban disponibles en braille, mis amigos me ayudaban leyéndomelos en voz alta. Yo los grababa y los escuchaba más tarde. Fue un gran reto, pero cada día de estudio era una victoria. Me gradué, pero no me detuve ahí. Fui más allá y cursé la carrera de Derecho. Tras mucho orar y esforzarme, obtuve mi segunda titulación.
El día de la graduación, subí al escenario con mi madre. Cuando recibí mi diploma y sentí su emoción… ¡Oh, ese momento valió todo el esfuerzo!
Mi canción de victoria
Hoy, a mis 68 años, dirijo el negocio inmobiliario que heredé de mi familia. También soy responsable de las mujeres en mi organización local de la SGI de Brasil (BSGI), donde desempeño una función consultiva y estoy siempre dispuesta a apoyar a los demás. La práctica de recitar Nam-myoho-renge-kyo se ha convertido en mi canción de victoria.
Desde el principio, me he sentido completamente aceptada en la organización tal y como soy. Me han confiado funciones de liderazgo; he ofrecido mi casa para las reuniones de diálogo locales, que siguen siendo una fuente de inspiración; a veces toco alguna canción con la guitarra en nuestros encuentros, y la alegría que esto les produce a todos es mi mayor aliento.
Además, me encanta componer e incluso he creado marchinhas de Carnaval para levantar el ánimo de la gente.

Pronto celebraré 40 años de práctica budista. Avanzo con confianza, con la mirada puesta en 2030, el centenario de la fundación de la Soka Gakkai. Quiero llegar a esa fecha sintiéndome radiante y feliz.
Mi madre falleció a los 93 años. Heredé su hermosa piel y sigo llevando conmigo el elixir más poderoso de todos: una vida sana y feliz, impulsada por mi práctica budista. Para mí, ninguna cirugía estética podría compararse con eso. Por supuesto, tengo mis momentos de inquietud —eso es normal—, pero también tengo un ancla profunda. La vida es, en verdad, lo más sublime.
Un regalo más allá de la vista
La vida no ha sido fácil, pero esta práctica me ha dado un regalo que va más allá de la vista. Me ha dado un propósito. Me ha dado la fuerza y el valor para seguir adelante.
El elixir más poderoso de todos: una vida sana y feliz, impulsada por mi práctica budista.
Nunca consideré mi discapacidad como una barrera. Si en algún momento solo deseé ser capaz de «ver», hoy, en cambio, mi mirada va mucho más allá. He encontrado mi lugar en el mundo, donde puedo brillar a mi manera, tal como soy.
Creo que cuando cultivamos una «forma budista de mirar», descubrimos que nuestro potencial es tan infinito como el universo. Con esta certeza, sigo viviendo y afrontando cada nuevo día en mi querida ciudad de Río de Janeiro.

Adaptado de un artículo publicado el 21 de marzo de 2025 en Seikyo Shimbun, Soka Gakkai, Japón.