Parte 3: El kosen-rufu y la paz mundial
Capítulo 28: Los tres presidentes fundadores y el camino de maestro y discípulo [28.10]

28.10 Mi primer encuentro con el maestro Toda

En los párrafos siguientes se describe el solemne encuentro del 14 de agosto de 1947, cuando Daisaku Ikeda, de 19 años, conoció por primera vez a Josei Toda en un momento de su vida en que buscaba una brújula que guiara su vida en la desolación que siguió a la Segunda Guerra Mundial.

Era un anochecer silencioso. En los hogares, las familias ya habían terminado de cenar, y el ritmo de la ciudad se había aquietado.

Un pequeño grupo de personas caminaba a paso veloz por las calles umbrías de la capital, en dirección a una vivienda de Kojiya, en el sector Kamata del distrito municipal de Ota, para participar en una reunión de diálogo.

Era 14 de agosto de 1947, una jornada que cambiaría para siempre el rumbo de mi vida. Ese día, le prometí fielmente a Josei Toda que me sumaría a la Soka Gakkai, lo cual hice el 24 de agosto, diez días después.

A mis 19 años, llegué a esa reunión de diálogo, y mi mentor me estaba esperando como un padre afectuoso. El nuestro fue un encuentro solemne, un momento eterno en el fluir atemporal del pasado, el presente y el futuro. Ese día, juré que sería su discípulo y que dedicaría mi vida al kosen-rufu.

Sentí que esa reunión de diálogo, exactamente dos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, en esa noche tórrida y húmeda de verano, era una dramática saga de personas comunes que estaban creando una nueva esperanza en la vida. Afuera, las calles sin luces parecían una boca de lobo; muchas partes de Kamata seguían afeadas por los escombros calcinados y la destrucción que habían dejado los bombardeos. En cada rincón se hacía patente y cada vez más profundo el sufrimiento de tantas personas comunes, gente honrada y de buen corazón que había perdido en vano la vida de sus seres más queridos.

Aunque yo era muy joven, todo el tiempo me preguntaba severamente quién se haría responsable de todo ese dolor. Era un adolescente enfermo de tuberculosis; todas las mañanas me despertaba exhausto y dolorido por la fiebre.

Buscaba una estrella guía, una brújula que me condujera a una existencia esperanzada. Unos amigos me comentaron que irían a un encuentro sobre la filosofía de la vida, y la verdad es que decidí ir sin tener muy claro qué tipo de actividad sería.

Creo que habré llegado al lugar de reunión a las ocho de la noche, cuando las calles ya estaban a oscuras. Me quité el calzado en la entrada y escuché una voz vivaz, ligeramente ronca, que venía del interior de la sala. Esa fue la primera vez que escuché hablar al señor Toda. Estaba disertando acerca del tratado Sobre el establecimiento de la enseñanza correcta para asegurar la paz en la tierra. En ese escrito, Nichiren Daishonin expone su gran filosofía para la edificación de una sociedad pacífica.

Después me dijeron que el señor Toda había comenzado recientemente a dar conferencias mensuales sobre dicho tratado, además de sus disertaciones sobre el Sutra del loto iniciadas el año anterior.

En esa primera reunión, lo escuché hablar con toda pasión y determinación, como queriendo despertar al mundo sobre los peligros que enfrentaba la humanidad. Su voz fue el rugido de un león proclamando la esencia del budismo Nichiren.

Lejos de exponer un budismo obsoleto e inerte, su ponencia reveló para mí el noble camino hacia un futuro brillante; una gran vía rebosante de convicción y dinamismo.

*

Después de la conferencia, se abrió el espacio a una charla informal. El señor Toda conversaba de manera abierta y natural, llevándose a la boca, cada tanto, pequeñas pastillas de menta. No había en él nada parecido a la soberbia, el desprecio o el engreimiento que solían adoptar como pose los políticos y las figuras religiosas. Aunque era la primera vez que estaba frente a él, me sentí animado a plantearle con libertad todas las preguntas que rondaban en mi joven corazón.

—¿Cuál es la manera correcta de vivir? —le dije.

Posiblemente me haya expresado con vehemencia e intensidad.

Cuando la guerra estalló (en 1941) yo tenía trece años, y diecisiete cuando el conflicto acabó. El período más sensible de mi vida había transcurrido bajo las nubes borrascosas de la destrucción, sumadas a mi tuberculosis. La sombra de la muerte parecía amenazarme por todas partes: la guerra por fuera y la enfermedad por dentro. Y entonces, cuando se produjo la derrota, de un plumazo se hicieron añicos todas las creencias que yo había mantenido hasta ese momento sobre la nación y la vida.

¿Cuál era, al final, la manera correcta de vivir? ¿A qué debía dedicar mi existencia? Esas eran las preguntas que constantemente me atormentaban.

El señor Toda me respondió con convicción y claridad, evitando todo coqueteo intelectual o artimaña retórica para irse por las ramas o escaparse del tema.

Y a mí, cansado de la actitud paternalista que veía en tantos adultos hacia los jóvenes, su sinceridad me conmovió. Despreciaba a los líderes e intelectuales políticos que habían exaltado la guerra durante el conflicto y luego, en la derrota, no tuvieron el menor empacho en cambiar de discurso y en convertirse de la noche a la mañana en elocuentes defensores de la paz.

Saber que el señor Toda había sido perseguido por las autoridades militaristas del Japón y había pasado dos años en la cárcel por sus convicciones fue, para mí, un factor fundamental que me decidió a adoptarlo como mentor.

Quería ser alguien como él, capaz de resistir con bravura si estallara otra guerra, aunque esa postura me significara ir preso. Quería vivir mi existencia como un hombre valiente, que no se doblegara ante ninguna represión de las autoridades. Por eso buscaba una filosofía pragmática que me ayudara a crecer de esa manera.

*

Yo era simplemente un joven común, en busca de un camino en la vida. Estoy seguro de que mi sincera devoción a la ruta del maestro y el discípulo fue lo que me permitió construir una vida insuperable, dedicada al bien mayor.

En una conferencia que di en la Facultad de Educación de la Universidad de Columbia (en junio de 1996), manifesté mi inmensa gratitud al señor Toda: «El 98 por ciento de todo lo que soy lo aprendí de mi mentor».

La relación de maestro y discípulo es una prerrogativa del ser humano. Es un camino que nos permite cultivarnos y mejorar como personas. Y es un factor clave para desplegar nuestro máximo potencial como individuos.

Mientras viva y mientras pueda, deseo transmitir a mis jóvenes sucesores todo lo que tenga para enseñarles. A ellos quiero confiarles el futuro. Espero que ustedes, mis discípulos, comprendan profundamente mi espíritu y mi intención.

De la serie de ensayos «Reflexiones sobre “La nueva revolución humana”», publicada en japonés en el Seikyo Shimbun el 14 de agosto de 2002.

Sabiduría para ser feliz y crear la paz es una selección de las obras del presidente Ikeda sobre temas clave.