Volumen 30: Capítulo 5, Un clamor de victoria 41–50

Un clamor de victoria 41

El 11 de diciembre, Shin’ichi pasó la mañana totalmente dedicado a alentar a los camaradas que habían ido a verlo al Centro de la Paz de Oita. Los recibió con efusiva cordialidad y se ofreció a tomarse fotos con ellos.

Asimismo, inscribió varias obras caligráficas para entregar a modo de obsequio. Entre ellas, una para «Los 170 de Oita», con quienes se había reunido el 9 de diciembre. También dedicó caligrafías a las dos agrupaciones juveniles recientemente creadas en Oita: los grupos Siglo xxi de la División Juvenil Femenina y de la División Juvenil Masculina. En los trazos del pincel, dejó grabados sus deseos de un porvenir venturoso para ellos.

—¿Hay más miembros a quienes pueda dedicar caligrafías? Estoy seguro de que muchos habrán trabajado sin descanso en el período de dificultades con el clero.

Los líderes de la prefectura, entonces, sugirieron algunos nombres, y Shin’ichi, al instante, embebió el pincel en tinta china y se puso a inscribir para cada persona. Agregó los nombres y los ideogramas chinos correspondientes a «cerezo» o «montaña» [con el anhelo de que la vida de ellos floreciera bellamente y fuese firme e inamovible].

Por la tarde, visitó un centro de actividades particular, ofrecido por un miembro que era dueño de la vivienda. Allí se encontró con un pequeño grupo de representantes de la prefectura de Oita. A pedido de ellos, revisó la letra de una canción dedicada a la prefectura que estaban escribiendo varios compañeros, y sugirió algunas líneas melódicas.

Al anochecer, lo esperaban en el Centro de la Paz para presidir una ceremonia de gongyo. Allí, además de dirigir la recitación de la liturgia junto a los miembros, los alentó con todo su ser y les dio orientación en la fe.

Observó que en la historia japonesa se habían destacado muchas personalidades vinculadas con Oita:

—Otomo Sorin (1530-1587), señor feudal del período Sengoku, se convirtió al cristianismo y ayudó a difundir la cultura occidental en nuestro país. El pensador confuciano Hirose Tanso (1782-1856), activo a fines del período Edo, estableció la academia privada Kangien y formó a numerosos estudiantes que llegaron a ser líderes prominentes de la sociedad. El pianista y compositor Rentaro Taki (1879-1903) fue autor de bellísimas obras musicales, y el escritor y pedagogo Yukichi Fukuzawa (1835-1901) fundó una de las universidades de mayor renombre en el Japón.

»Ahora bien, nosotros, practicantes del budismo Nichiren, ¿qué habremos de construir y de dejar a la posteridad? Nuestro legado será haber propagado en todo el orbe Nam-myoho-renge-kyo, la gran Ley de la vida revelada por Nichiren Daishonin, y asegurar que se siga transmitiendo eternamente a las generaciones por venir.

»Nuestra misión en este mundo es compartir la Ley Mística, la llave universal que abre el acceso a la felicidad absoluta, con la mayor cantidad posible de personas en el transcurso de nuestra existencia.

»Así, podemos ser dignos merecedores del reconocimiento del Daishonin, el Buda del Último Día de la Ley; así podemos escribir un recuerdo perenne de nuestro paso por este mundo, y así podemos hacer la causa para adquirir el máximo honor y obtener grandes logros como budistas. Esta convicción es, en esencia, lo que nos define como practicantes del budismo Nichiren.

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—No me preocupa ser, yo mismo, el blanco de una avalancha de críticas —agregó Shin’ichi—. Me he preparado para eso desde el primer día. Lo único que me importa es que ustedes sean felices y gocen de beneficios incalculables, nutridos por su fe en el Gohonzon. Esa será mi alegría más grande. Y además, que ustedes sean personas dichosas demuestra que estoy cumpliendo bien mi responsabilidad.

»Estoy orando con todo fervor para que cada uno de ustedes esté bien y a salvo.

Shin’ichi estaba confiándoles los sentimientos más genuinos de su corazón. La reunión de gongyo con los miembros se había convertido en un intercambio de vida a vida.

Como al día siguiente su itinerario lo llevaría a la prefectura de Kumamoto, dijo esa tarde a los responsables de Oita:

—La verdad es que quisiera ir a Taketa. Antes de viajar a Kumamoto, me gustaría ver a los camaradas de ese lugar. Después de todo, han padecido tremendas aflicciones causadas por los problemas con el clero.

La mañana del 12 de diciembre, Shin’ichi mantuvo un encuentro informal con líderes de Oita y de la región de Kyushu, y analizó la futura expansión del kosen-rufu enfocado en el nivel de las comunidades. Escuchó varios informes y dijo, hondamente emocionado:

—Cuando pienso en nuestros miembros que han sufrido tanto hasta ahora, quisiera poder visitar a cada uno en su hogar, y caminar de casa en casa para alentarlos.

»Lamento mucho que mis compromisos no me lo permitan. Les pido que, en mi nombre, alienten a los compañeros a quienes no pude ver esta vez, y les transmitan mi corazón.

»Es de suma importancia que cuiden y valoren a cada noble hijo del Buda que con tanta diligencia se dedica al kosen-rufu. Consideren esto una parte primordial de su tarea como líderes.

Había muchos miembros reunidos en el Centro de la Paz, con esperanza de ver a Shin’ichi o de encontrarse con él aunque fuese brevemente. Hizo el gongyo con ellos y a las diez subió a un autobús contratado que lo llevaría a Taketa. Habían optado por este medio de transporte porque permitiría a Shin’ichi mantener diversas conversaciones y adelantar otras tareas durante el trayecto.

El kosen-rufu es una batalla contra el tiempo.

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La ciudad de Taketa, situada al sudoeste de la prefectura [a unos cuarenta y dos kilómetros de la ciudad de Oita] fue en tiempos lejanos un floreciente pueblo en las afueras del castillo de Oka.

En el autobús, Shin’ichi iba escuchando la historia del alcázar en boca de Takeo Yamaoka, el secretario de la Soka Gakkai de la prefectura de Oita.

La edificación, construida presuntamente en 1185, había sido obra de Ogata Saburo Koreyoshi, un noble y guerrero que luchó apoyando al clan Minamoto y se destacó en la batalla que marcó la victoria sobre las fuerzas del clan Taira. Aquel, entonces, erigió el castillo con el afán de que allí se estableciera Minamoto no Yoshitsune, distanciado de su hermano mayor Minamoto no Yoritomo, el fundador del primer sogunato del Japón.

Había diseñado un palacio inexpugnable, situado en lo alto de una fortaleza natural: una altiplanicie cortada por acantilados y rodeada de montañas, delimitada por el río Shirataki al sur y por el Inaba al norte. Pero, finalmente, Yoshitsune nunca llegó a fijar su residencia en ese lugar. Al tiempo, Koreyoshi fue capturado y condenado al exilio. Así pues, su esperanza de ser patrono de Yoshitsune quedó trunca.

En el siglo xiv, el sitio pasó a ser el bastión central del clan Shiga. En un conflicto armado que estalló en 1586, las tropas del poderoso clan Shimazu atacaron el castillo de Oka y las fortificaciones cercanas. Y aunque estas últimas cayeron, una tras otra, se dice que el baluarte de Oka fue protegido por el joven señor feudal Shiga Chikatsugu, quien luchó con bravura para defenderlo.

Con la abolición de los clanes y el establecimiento del sistema de prefecturas, a partir de la restauración Meiji (1868), el castillo de Oka fue demolido y, con él, sus estructuras de madera. No obstante, quedaron en pie sus antiguos muros de piedra cubiertos de musgo, como para recordarle a la gente su pasado esplendor.

El compositor Rentaro Taki (1879-1903), quien pasó parte de su infancia en Taketa, escribió la famosa melodía «Kojo no Tsuki» (La luna sobre el castillo en ruinas), inspirada en sus recuerdos de la fortaleza de Oka. En el perímetro exterior del viejo sitio se erige una estatua de bronce del músico, mientras que en la fortificación principal hay un monolito que lleva grabada la letra de la canción, escrita por Bansui Doi (1871-1952).

Shin’ichi dijo, con sentida reflexión:

—De modo que el castillo de Oka se construyó como prenda de lealtad de Ogata Koreyoshi a Yoshitsune… ¡Qué hermosa historia!

»Y la valerosa entrega de Shiga Chikatsugu me recuerda el intrépido espíritu de lucha de nuestros miembros de Taketa…

Desde la ventanilla del autobús, a través de los árboles, se entreveían los muros de aquel baluarte.

Shin’ichi escribió un poema:

Mientras contemplo la fortaleza de Oka,
inspiración de «La luna
sobre el castillo en ruinas»,
elogio a los miembros de Taketa
que luchan en defensa de la Ley.

Los heroicos camaradas de esa zona, con su valiente resistencia contra los abusos de la autoridad sacerdotal, habían inaugurado una era de la religión centrada en el pueblo.

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El autobús se detuvo en el aparcamiento del castillo. No bien Shin’ichi bajó del vehículo, varios miembros corrieron en dirección a él dando voces:

—¡¡Sensei…!!

—Gracias —les dijo—. ¡He venido a verlos a ustedes, grandes campeones del pueblo!

Los compañeros estrecharon con fuerza la mano que les extendió Shin’ichi, y él correspondió a su vez con un fuerte apretón. Vio los ojos anegados en lágrimas de un hombre de aspecto robusto, feliz de haber triunfado luego de una contienda tan larga contra los ataques desalmados de los sacerdotes corruptos.

Shin’ichi almorzó con unos cincuenta representantes de la organización local en un restaurante que había al lado del estacionamiento. Allí, se dedicó a conversar con ellos y a escuchar sus informes. Le contaron que numerosos miembros se habían congregado en las ruinas de la fortificación principal del castillo.

—¡Pues no se diga más! ¡Vayamos a verlos! —exclamó Shin’ichi.

Se subió a un automóvil con dos responsables de la zona y se dirigió al encuentro de estos camaradas.

En el trayecto, uno de los acompañantes le dijo:

—Aquí hemos apoyado con toda sinceridad al prior del templo y hemos hecho lo que estaba a nuestro alcance para proteger el budismo del Daishonin. Al principio, el prior nos hablaba sobre la importancia de la armonía entre el clero y los laicos. Pero, de buenas a primeras, comenzó a criticar a la Soka Gakkai y a hablar mal de la organización. Y en realidad, todo ese tiempo había estado conspirando solapadamente para convencer a los miembros de que se alejaran de la Soka…

En un bloque (equivalente al distrito actual) de cuarenta y cinco familias, treinta y dos se desvincularon de la organización al mismo tiempo. Fue una enorme aflicción. Los líderes, soportando el mal trago, se dedicaron a visitar los hogares de los compañeros diseminados en las laderas de las montañas. Alentaron a todos, decididos a no permitir que una sola familia más se apartara del noble y honorable movimiento de la Soka.

El otro responsable que iba sentado al lado de Shin’ichi, de edad más avanzada, terció para señalar que la conducta de los sacerdotes había sido «tremendamente inhumana». Se mordía el labio para contener sus intensas emociones.

Shin’ichi asintió con una sonrisa comprensiva.

—Lo sé… Han sobrellevado grandes dificultades, pero finalmente han triunfado, y otra vez han puesto a Taketa de pie. ¡Se lo agradezco muchísimo!

Shin’ichi inclinó la cabeza en señal de respeto y de gratitud. El hombre, entonces, se quebró en llanto.

Cuanto más riguroso es el invierno, más exultante es la alegría que sentimos al recibir la primavera. Las adversidades, entonces, se convierten en genuina satisfacción.

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Por el camino que conducía a la fortificación principal del castillo, avanzaba una nutrida fila de miembros. Un hombre de traje subía enérgicamente la escalinata de piedra. Un joven daba zancadas vigorosas cargando a las espaldas a un compañero anciano. Una mujer caminaba deprisa, con la frente perlada de sudor. En el rostro de todos había una sonrisa de felicidad.

Shin’ichi descendió del coche y comenzó a subir la cuesta hacia la muralla exterior. Allí lo esperaba una decena de jóvenes. Eran todos muchachos valientes que habían protegido con entereza a los miembros ante las maniobras viles del clero. Shin’ichi saludó a cada uno con un fuerte apretón de manos y les dedicó palabras de aliento.

Al llegar al fuerte principal, fue recibido por los aplausos y vítores de unos trescientos camaradas.

—¡He venido a encontrarme con todos ustedes! —les dijo—. ¡Estoy aquí para que emprendamos juntos una nueva partida hacia el siglo xxi, mis queridos y abnegados compañeros! ¡Tomémonos una fotografía; una foto que testimonie eternamente la gran victoria trascendental en bien del kosen-rufu que ustedes han logrado aquí en Taketa!

Había varios niños; entre ellos, un pequeño de dos años que estaba en la primera fila, en los brazos de su abuela.

Shin’ichi pensó: «Esta hermosa escena, donde se respira el espíritu triunfal del pueblo, sin duda quedará grabada para siempre en el corazón de estos niños…».

El fotógrafo del Seikyo Shimbun miró a través del visor de la cámara. Eran demasiadas personas y no cabían en el cuadro. Para tomar la imagen desde otro ángulo e incluirlos a todos, debió encaramarse a los hombros de otro colega.

Los miembros de Taketa, en su lucha, se habían abierto paso empujando espesas y oscuras nubes de dificultades. El rostro de todos ellos resplandecía de alegría. En lo alto se extendía un límpido cielo azul, al igual que en sus corazones.

Se oyó el disparo del obturador.

—Ya que estamos aquí, en el castillo de Oka —dijo Shin’ichi—, ¿qué les parece si cantamos juntos «La luna sobre el castillo en ruinas»?

Takeo Yamaoka, el secretario de la prefectura de Oita, se puso al frente del coro.

Y Shin’ichi también se sumó.

Un banquete primaveral en el castillo, con vistas a las flores, y la silueta de la luna, reflejada en los cuencos de sake…

En el corazón de los camaradas se elevaba un oleaje de emoción.

Mientras uno tenga fe, el sol de la victoria asomará sin falta.

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Takeo Yamaoka, quien había dirigido al grupo cantando «La luna sobre el castillo en ruinas», había viajado a Taketa en numerosas ocasiones para amonestar a los sacerdotes por su conducta deshonrosa y para alentar fervorosamente a los miembros de la zona. Lo embargaba una profunda emoción, ahora que escuchaba el generoso aliento de Shin’ichi y recordaba las amargas horas de su propia lucha.

El budismo es una contienda donde se juega la victoria. Y la ley de causa y efecto no hace concesiones.

Esos nobles hijos del Buda habían resistido una avalancha de funciones demoníacas sin aflojar el paso en su marcha por el kosen-rufu. Por eso, con la cabeza erguida y el rostro brillante, podían cantar con inmensa dignidad.

Shin’ichi, cantando con ellos, exclamaba en su corazón: «¡Han ganado! Son valientes paladines de la Soka que, a pura perseverancia, han sabido proteger nuestro gran castillo del kosen-rufu. ¡Ha llegado el momento de emprender un nuevo viaje! ¡Iniciemos juntos esta travesía hacia la cumbre del siglo xxi!

—¡Muchas gracias! —dijo cuando la canción terminó, levantando ambos brazos y formando una «V» de victoria para celebrar el triunfo de los camaradas de Taketa. Estos respondieron lanzando tres hurras y elevando los brazos al unísono. Las voces de todos se fundieron en un solo clamor, como anunciando la alborada de una era del pueblo.

—Jamás, mientras viva, olvidaré esta jornada —confesó Shin’ichi—. ¡Cuídense mucho!

Comenzó a caminar seguido por los miembros, que conversaban plácidamente.

El sol invernal sonreía desde las alturas.

Al rato, Shin’ichi se detuvo.

—Hoy quiero, personalmente, tomar una foto de ustedes, los valientes campeones de Taketa. Sus rostros quedarán grabados en mi alma para siempre. Les pido que se formen sobre los escalones.

Shin’ichi enfocó la cámara que llevaba consigo para fotografiar paisajes y accionó el obturador, frente a una pléyade de rostros sonrientes.

El castillo en ruinas, bañado por la luz de la luna, había pasado siglos observando la transitoriedad del mundo, y el ciclo interminable de apogeos y de ocasos. En ese momento, se había transformado en una fortaleza de alegría y de esperanza, alumbrada por los rayos del sol, acariciada por la brisa de la eterna felicidad y adornada por un resonante canto de triunfo.

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Habiendo fotografiado a los miembros de Taketa, Shin’ichi volvió en coche al aparcamiento donde lo esperaba su autobús para continuar la ruta hacia Kumamoto.

Los compañeros que habían descendido desde la fortificación principal del castillo formaron una multitud alrededor del vehículo. Shin’ichi, rodeado por ellos, les dijo a modo de aliento:

—¡Vivan muchos años! ¡Les pido que sean felices, sin falta!

Hasta el momento en que subió al autobús, continuó estrechándoles las manos y animándolos uno por uno.

Mientras el vehículo arrancaba, los miembros seguían agitando las manos y gritando:

—¡Sensei, hasta pronto…!
—¡Muchas gracias…!
—¡Oita jamás será vencida…!

De pie, en el pasillo del autobús en movimiento, Shin’ichi los despedía enérgicamente con la mano. En una curva, cambió de posición hacia el lado opuesto para no perderlos de vista y seguir saludándolos hasta el final.

Entre él y esos compañeros de fe había un vínculo firme. Era el lazo de la fe, el lazo del juramento que habían hecho en el infinito pasado, el lazo del maestro y el discípulo unidos por la causa del kosen-rufu.

Shin’ichi prosiguió su ruta hacia lo que sería su primera visita al Auditorio de Shiragiku de la Soka Gakkai, en Aso-machi (hoy, parte de la ciudad de Aso).

El vehículo cruzó la frontera entre la prefectura de Oita y la de Kumamoto, y avanzó bordeando las estribaciones del monte Aso. A la distancia, Shin’ichi y los demás distinguieron tres cometas en el firmamento. A medida que se aproximaron, pudieron reconocer la forma de las figuras que ondulaban en el aire: un amanecer, un león y un aguilucho.

—¡Apuesto a que están remontando esas cometas desde el Auditorio de Shiragiku! —dijo Shin’ichi—.

A las dos de la tarde, llegaron a destino. En un espacio abierto que había frente al portal, vieron a unos jóvenes que estaban maniobrando las cometas. Uno de ellos, vestido de uniforme, parecía ser estudiante secundario.

Shin’ichi descendió del autobús y dijo a los responsables que estaban esperándolo:

—¡Muchísimas gracias por su gran trabajo! Ahora, ¡a iniciar un nuevo esfuerzo!

También en Kumamoto, los miembros habían soportado un alud de insultos y de calumnias de parte de los sacerdotes hostiles. Sin arredrar ante esa persecución imperdonable, habían luchado con arrojo hasta el final.

Cada vez que vencemos las funciones demoníacas que intentan destruir nuestro movimiento, se acelera el impulso del kosen-rufu

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En lugar de entrar directamente en el Auditorio, Shin’ichi se detuvo en el exterior para fotografiarse con los miembros, hablar con ellos y agradecerles sus esfuerzos.

Llamó al estudiante que había estado elevando una de las cometas y lo alentó con sinceras palabras. El joven se llamaba Yuto Honma, y cursaba el ciclo superior en un instituto de la prefectura.

—¡He visto las cometas! Se distinguían claramente desde lejos. Debes de haber pasado mucho frío allí, a la intemperie. ¡Muchas gracias! Espero que tú también remontes vuelo en el cielo del porvenir…

Después de saludarlo, Shin’ichi ingresó en el edificio, donde se estaba llevando a cabo una gran reunión con la presencia del presidente Eisuke Akizuki de la Soka Gakkai.

En el recinto, Shin’ichi vio a un joven en silla de ruedas y se dirigió directamente hacia él. Se llamaba Hironori Nonaka; estaba en primer año de la escuela secundaria y padecía de distrofia muscular, por lo cual vivía en un centro de rehabilitación permanente.

El joven había sufrido de depresión y de una honda tristeza a causa de su enfermedad, incapaz de encontrar algo que le diera esperanza. Pero, poco tiempo antes, había comenzado a practicar el budismo Nichiren con seriedad, después de escuchar la experiencia de un joven de la División Juvenil Masculina que había superado la meningitis.

Su madre, Fumino, al ver a su hijo hacer daimoku sinceramente, determinó recibir a Shin’ichi en Kumamoto con una victoria personal en el desafío de transmitir la práctica a otra persona. Hasta ese momento, evitaba hablar del budismo a quienes sabían de la enfermedad de su hijo. Pensaba que, por esta razón, no podría ofrecer ninguna prueba convincente de los beneficios que deparaba la fe en el Gohonzon.

Pero, alentada por la renovada postura del joven en la práctica, cobró valor y salió con su hija a conversar sobre el budismo con una madre cuyo hijo también estaba tratándose por la misma enfermedad en el centro asistencial.

La respuesta de la mujer sorprendió a Fumino:

—Admiro la forma en que apoyas la lucha de tu hijo contra la enfermedad sin bajar nunca los brazos, y me impresiona oírte hablar de tu práctica budista con tanto optimismo, energía y convicción.

Fue así como la señora decidió sumarse a la Soka Gakkai.

No hay ninguna vida exenta de preocupaciones y de luchas. Estar vivos implica tener que enfrentar el karma y los problemas. La clave, pase lo que pase, está en no alejarse nunca del Gohonzon. Lo importante es tener valentía y esperanza, hacer daimoku con bravura y seguir batallando. Eso mostrará a otros la fortaleza, el brillo y la dignidad de la vida humana, y promoverá su comprensión y apoyo a nuestras actividades como practicantes del budismo Nichiren.

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Shin’ichi se dirigió a Hironori Nonaka y le palmeó el hombro con afecto.

—Sé fuerte. Cada persona tiene una misión única que cumplir. Los verdaderos triunfadores son los que no se dejan vencer por sus debilidades.

Nonaka sintió, por primera vez, que estaba escuchando un genuino mensaje de aliento, más que simples palabras de consuelo.

La jornada siguiente recibió un arreglo floral, obsequio de Shin’ichi. Emocionado y agradecido, contempló las rosas, feliz de haber vivido para llegar hasta ese día.

A Nonaka le habían diagnosticado distrofia muscular antes de comenzar la primaria; por su estado clínico, los médicos le pronosticaron que no viviría más allá de los once años. Acudía a la escuela desde el centro terapéutico donde estaba internado; cuando terminó el ciclo básico de la secundaria, continuó el ciclo superior a distancia. En ese tiempo, vio morir a diecinueve de sus amigos del instituto de rehabilitación, todos a causa de la misma enfermedad que él.

Inspirado por el aliento de Shin’ichi, decidió: «¡Sé que mi vida será corta, pero aprovecharé cada día al máximo y cumpliré mi misión hasta el final!».

La postura con que Nonaka encaró su existencia, con energía y fortaleza ante el futuro pese a la gravedad de su pronóstico, impresionó profundamente a sus conocidos.

Una escuela secundaria de su localidad lo invitó a hablar en su festival anual. El título de su discurso fue «El valor de vivir»; en él, se refirió a su lucha contra la enfermedad y a sus esperanzas en el mañana, frente a un público que lo escuchó conmovido e inspirado por su relato.

Después de hacer el gongyo con los miembros en el auditorio, Shin’ichi entabló con ellos un intercambio distendido.

—A cualquier edad, nuestra práctica del budismo Nichiren tiene un valor imprescindible. La juventud podría compararse con el despegue de un avión, mientras que los años de la adultez son como el vuelo a velocidad de crucero. En esa etapa del trayecto, puede que la aeronave sea sacudida por turbulencias.

»Para llegar a salvo a punto de destino —en este caso, la felicidad—, necesitamos combustible suficiente y un motor potente que nos permita atravesar las distancias. Esto es, necesitamos de gran fuerza vital. Y la práctica budista sirve, precisamente, para abastecernos de esa robusta vitalidad. Asimismo, requerimos de un óptimo instrumento de precisión para mantener la nave en el rumbo correcto. En otras palabras, una sólida filosofía de vida. Y esa filosofía se encuentra en el budismo Nichiren.

Un clamor de Victoria 50

—Finalmente, llega un momento en que el avión de la vida tiene que bajar a tierra —prosiguió Shin’ichi—. Se dice que el aterrizaje es la parte más difícil del vuelo. En la vida, esto corresponde a la fase final, el punto decisivo en que descendemos a la pista para lograr la budeidad en esta existencia. Ese período culminante es fundamental para coronar de manera magnífica y triunfal todo lo vivido.

»Espero que el paso de los años, para ustedes, se vea siempre acompañado de juventud espiritual y que continúen trabajando con alma y vida por el kosen-rufu y la felicidad de los semejantes, aprovechando cada jornada al máximo. Sigan buscando el camino, aceptando los desafíos de la realidad y manteniéndose jóvenes mientras vivan.

»Los crisantemos blancos que adornan la fachada de este auditorio [cuyo nombre, Shiragiku, denota precisamente el de esas flores] y las demás especies florales que hay en el pórtico y en las ventanas exudan la fragancia de su sinceridad. Permítanme aplaudir, admirar y elogiar el trabajo de cada uno de ustedes. Sería fantástico que el auditorio permaneciera decorado así hasta el Año Nuevo, para deleite de todos los que acudan a este lugar.

Ese día, Shin’ichi escribió varios poemas. A las jóvenes miembros de la prefectura de Kumamoto les dedicó estos versos:

Blancos crisantemos…
¡Jóvenes mujeres
como esas flores,
de ojos chispeantes
en el crepúsculo escarlata…!

A los miembros de Taketa, de la prefectura de Oita, les escribió:

En el castillo,
escucho la canción
de la luna sobre las ruinas
y soy feliz
viendo sonreír
a los camaradas de Taketa.

Shin’ichi y su comitiva partieron del Auditorio de Shiragiku, en Aso, y poco antes de las seis de la tarde llegaron al Centro Cultural de Kumamoto, en la ciudad de este mismo nombre. Sin un minuto de descanso, participaron allí mismo en una reunión distendida con los líderes de la prefectura.

Después, les dijo:

—Háganme saber, por favor, de cualquier hogar o tienda que pueda visitar para alentar a los miembros. Quiero encontrarme con el mayor número posible de camaradas.

»Para que nuestro movimiento adquiera un desarrollo dinámico, es esencial que hagamos hincapié en el encuentro individual con los compañeros; tenemos que escuchar sus problemas e inquietudes, y dialogar con cada uno hasta que nuestros interlocutores se sientan satisfechos. Asimismo, estas son oportunidades de inspirarlos con nuestra propia convicción en la fe. La orientación personal es un diálogo serio y sincero cuyo propósito es revitalizar a las personas en el nivel más profundo.